domingo, 19 de junio de 2011

El caballero medieval (III): la familia y la primera educación


5. La familia

En general, la familia aristocrática reproducía la estructura de la familia campesina a un nivel superior, si bien los vínculos de linaje eran más fuertes. Dado que la mortalidad infantil era muy alta, las familias tendían a engendrar muchos hijos: sabemos que Arnoul de Ardres tuvo cuatro hermanas y cinco hermanos, y éste no era un caso infrecuente (Duby, 1995). Hasta los seis o siete años, hermanos y hermanas vivían -y vestían- de una forma similar, ocupados en juegos de diverso tipo, desde los aros y las muñecas hasta el micado. No obstante, lo más probable es que pasaran el tiempo al aire libre, quizá "chapoteando en un estanque al pie de la muralla", como nos cuenta el padre Lambert (Ibídem).

A partir de los seis o siete años, las niñas eran separadas de los niños; entonces pasarían la mayor parte del tiempo en el patio o en la cámara, junto a la dama del castillo. Ésta era la madre de familia: engendraba a los herederos del señor, cuidaba de los vástagos, guardaba los adornos, las ropas y las reservas de comida. Toda la población femenina estaba en su poder, y contaba con un grupo de criadas escogidas entre las jóvenes campesinas del distrito, a quienes trataba a golpe de vara. Con ayuda de éstas y de las mujeres de la familia, dedicaba la mayor parte de su tiempo al trabajo de la lana, el lino y el cáñamo; el gineceo del castillo era un pequeño taller de hilado y de tejido donde se confeccionaba la mayor parte de vestidos de uso doméstico. Allí era donde las jóvenes de la familia aprendían el arte de la confección, que más tarde ocuparía casi toda su vida conyugal.

Los varones dejaban la casa mucho antes que sus hermanas; con seis o siete años se apartaban de su madre y de las nodrizas para iniciar su propio camino, lejos del hogar familiar. Muchos de ellos eran enviados a abadías y catedrales, cuyas escuelas los preparaban para el oficio de monje o sacerdote. Otros, en especial el primogénito, eran enviados a vivir en casa de un pariente -con frecuencia, el tío materno- o de un señor para instruirse en el oficio de caballero (Ibídem).

6. La educación y las virtudes caballerescas

Los jóvenes que ingresaban en una escuela catedralicia o abacial recibían rudimentos de escritura y gramática latina, y aprendían a servirse de las Sagradas Escrituras y los libros litúrgicos. En cambio, la mayor parte de los caballeros de finales del siglo XII eran analfabetos; tales actividades no formaban parte de su educación. Por el contrario, se les enseñaba a hablar en público: la elocuencia y el don de la palabra eran muy apreciados entre los caballeros, que debían mostrar su agilidad e inteligencia en las asambleas, las cortes y los tribunales de justicia (Ibídem).

Los jóvenes podían ser encomendados al tío materno, que se encargaba de su instrucción, pero muy frecuentemente pasaban al servicio del señor de su padre; de ese modo, el pacto de vasallaje se renovaba de una generación a otra. El niño, por tanto, entraba en una casa mucho mayor que aquella en la que había nacido, pasando a formar parte de una familia mucho más numerosa y rica. Comería durante una docena de años en la mesa del patrón; al principio en un extremo, pero cada vez más cerca conforme avanzara en su instrucción. A veces incluso dormiría a los pies de su cama. Su madre, ya lejana, sería reemplazada por la dama del castillo, a quien se esforzaría en complacer.

Para avanzar en su camino hacia la caballería debía, ante todo, fortalecer su cuerpo mediante el ejercicio físico. Desde el momento de su llegada se le ponía en contacto con los caballos; se le enseñaba a darles de comer, a cuidarlos, a ajustar y reparar sus arreos y, desde luego, a montarlos. También se le enseñaba el uso de la espada y, sobre todo, de la lanza, con la que debía herir o desmontar a los jinetes rivales; era el arma del caballero por excelencia.

A través de las cacerías, como auxiliar del señor y de sus caballeros, el joven tomaba contacto con el bosque y las bestias salvajes, al tiempo que se acostumbraba a rigores similares a los que habría de soportar en la milicia. Para abatir a las fieras usaba inicialmente el arco, arma reservada a los plebeyos; más adelante se le dejaría emplear la espada y la lanza. En cualquier caso, la caza era una de las ocupaciones habituales de la nobleza, que la practicaba por su valor como ejercicio físico, por el sabor de la carne salvaje y como entretenimiento en los períodos de paz (Ibídem).

En la corte de su señor, el joven debía comportarse de forma decorosa, dar consejos juiciosos, hablar con soltura de asuntos serios y ser amable con los caballeros y damas del castillo. Por este motivo debía cultivar su intelecto y su corazón. El patrón ejercía de maestro, ayudado por la dama y los sacerdotes de la casa, que trataban de inculcarle el ideal del Miles Christi; el caballero que combate en defensa de la Iglesia y de los débiles. Para el capellán Esteban de Fougères, que escribe a finales del siglo XII, la caballería se distingue ante todo por su código moral, que consiste en tres valores fundamentales: la valentía, la lealtad y la sumisión a la Iglesia. Roberto de Blois, a mediados del siglo XIII, considera que los nobles deben ser corteses, practicar las virtudes cristianas y ser solidarios. A su vez, los caballeros valoran los actos de largueza y generosidad: se trata de una moral de clase que tiende a convertir la aristocracia en un cuerpo homogéneo, reconocible por sus códigos de conducta (Duby, 1977).

El señor, que coleccionaba valiosos libros, hace leer su relato ante los jóvenes de la casa, que escuchan atentos las historias acerca de los emperadores romanos, el rey Arturo, Roldán o los cruzados de Tierra Santa. A su vez, los escuderos, guiados por la dama de la casa, se afanan en aprender a cantar y bailar con gracia para ganar el favor de las doncellas. Con ocasión de los grandes banquetes, el señor de la casa acoge a varios juglares, que recitan poemas, bailan y tocan instrumentos; es entonces cuando deben mostrar sus virtudes ante los habitantes del castillo y sus invitados (Duby, 1995).

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