El debate acerca de la supremacía masculina está presidido por un hecho incuestionable: el hombre ha dominado sobre la mujer de forma abrumadora en los últimos cinco mil años (desde que existe registro escrito).
Hobbes consideraba que hombres y mujeres solo se hacen desiguales por la ley; no obstante, en tal caso habría que explicar por qué los hombres, partiendo de una situación de igualdad, consiguen sobreponerse a las mujeres y emplear la ley para dominarlas.
El antropólogo Evans-Pritchard sostenía que la desigualdad de género estaba ligada a la desigualdad social en general: las sociedades más estratificadas tendían a conceder más poder al hombre sobre la mujer, mientras que las sociedades más igualitarias a nivel político/económico tendían a mostrar relaciones de género también más igualitarias. Sin embargo, existen excepciones muy importantes a este modelo: tribus igualitarias como los machiguenga (Amazonas peruano) oprimen y maltratan a sus mujeres; los atenienses clásicos (también relativamente igualitarios), recluían a sus mujeres en una estancia de la casa, y su existencia era tan miserable que solía decirse que, "para una mujer griega, un mal marido es peor que la muerte"; lo mismo sucedía en la Norteamérica de los siglos XVIII-XIX, considerablemente igualitaria pero brutalmente machista.
Así pues, ¿cómo explicar la supremacía masculina en tantas sociedades a lo largo de la historia? En primer lugar, debemos reconocer que hombres y mujeres no son iguales por naturaleza (lo que tampoco implica relaciones de superioridad per se). Los hombres son de media un 6% más altos que las mujeres, lo que implica, también de media, un 6% más de masa muscular. Eso significa que somos un 6% mejores para combatir o para remover la tierra con arados, una diferencia crucial en determinados contextos.
Para una sociedad preindustrial que vive azotada por la escasez, remover la tierra con un 6% más de efectividad supone cosechas más abundantes y más tierras cultivables; es decir, menos mortalidad por hambruna. Dado que carecen de métodos anticonceptivos y no pueden mantener a todos los niños que nacen, estas sociedades se ven obligadas a elegir qué niños sobreviven y cuáles mueren. Como los hombres son vitales para trabajar el arado, tienden a practicar el infanticidio femenino, lo que da como resultado un porcentaje de hombres mayor que el de mujeres al llegar a la edad adulta. Así, nos encontramos con sociedades donde hay más hombres que mujeres, donde se prefiere el nacimiento de hijos varones y donde las hijas son percibidas como una carga por sus familias *. Por si fuera poco, el varón tiene el control sobre la parte más vital de la subsistencia familiar: el fruto de su arado.
Además, como decíamos, más masa muscular implica más fuerza para combatir. Cuando la guerra es endémica (con frecuencia a causa de la presión sobre los recursos), las sociedades incapaces de defenderse son expulsadas de sus tierras, bosques o pastos y forzadas a emigrar hacia zonas marginales o a trabajar como siervos para los invasores. En esa tesitura, los grupos tienen que tomarse en serio su defensa: como en el caso anterior, deben practicar el infanticidio femenino para obtener un mayor ratio de hombres sobre mujeres y adiestrar a sus hijos varones en la guerra. Por si fuera poco, estas sociedades guerreras entregan las armas a los varones y premian en ellos los comportamientos agresivos y temerarios. Los hombres que serían castigados con la cárcel en una sociedad moderna son premiados aquí con banquetes y concubinas, lo que hace más probable y más permisible el maltrato de género.
Así pues, la supremacía masculina aparece cuando proporciona una ventaja cultural: más y mejores cultivadores y más y mejores guerreros. En sociedades donde la guerra y el arado están ausentes, como entre ciertos cazadores-recolectores (por ejemplo, los ¡kung de Botsuana), los hombres son incapaces de dominar a las mujeres. Lo mismo sucede donde el cultivo de la tierra no requiere de tanta fuerza muscular (por ejemplo, donde se cultiva mediante técnicas de tala y quema, o mediante tecnología industrial) o donde la guerra ha perdido su carácter de cuerpo a cuerpo (como en las sociedades postindustriales modernas). La protohistoria de la península ibérica proporciona un ejemplo significativo: los galaicos, cuyas mujeres gozaban de un rango social respetable, practicaban la agricultura de tala y quema, mientras que los íberos, que cultivaban con arados, eran una sociedad marcadamente patriarcal.
La buena noticia en todo esto es que, si bien los hombres han dominado sobre las mujeres porque existía una ventaja en ello, tal ventaja ha desaparecido. En la actualidad la inteligencia es abrumadoramente más crucial que la masa muscular, de modo que existe una ventaja cultural en incorporar a la mujer, en pie de igualdad, en los trabajos productivos y militares.
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* Las mujeres son percibidas como una carga, pero es indudable que también realizan actividades importantes: tejen los vestidos para uso de la familia, crían a los hijos, cuidan de los animales domésticos y en ocasiones cultivan los huertos cercanos.