Douglass C. North, premio Nobel de economía en 1993, es uno de los historiadores económicos más innovadores de las últimas décadas. Su énfasis en el papel de las instituciones (formales e informales) a la hora de disminuir los costes de transacción y promover los intercambios complejos ha dado un giro copernicano a las teorías sobre desarrollo económico.
Habitualmente, un intercambio implica asimetría de información: la parte proveedora conoce mejor las características de su mercancía que la parte compradora, de modo que puede ocultar parte de las mismas para obtener beneficios fraudulentos a costa del comprador (p. ej., defectos ocultos de un vehículo usado). Obtener toda la información relevante sobre los bienes o servicios a contratar es costoso, como también lo es medir y vigilar el trabajo de un proveedor (otra empresa, empleados, etc.) para evitar comportamientos oportunistas. El coste de obtener tal información, negociar los contratos y hacerlos cumplir se llama
coste de transacción. Aunque éste no puede eliminarse por completo de ninguna relación contractual, sí puede reducirse mediante limitaciones formales (leyes, constituciones, tribunales, etc.) e informales (códigos de conducta, valores, etc.) que castiguen a los oportunistas y promuevan el cumpliemiento de los contratos.
Douglass C. North sostiene que los intercambios tienden a adaptarse (contraerse o expandirse, hacerse más sencillos o complejos) en función de la magnitud del coste de transacción.
Una primera forma han sido los
intercambios personales y sencillos, que se realizan en un ámbito espacial y temporal reducido; implican siempre a los mismos actores, que generalmente se conocen (homogeneidad cultural), y las características de los bienes intercambiados tienden a ser fácilmente medibles. En este contexto, los contratos se cumplen sin necesidad de coacción, sea por una de las partes o de una tercera (habitualmente, el Estado). Para evitar el oportunismo y el fraude, los actores tratan de repetir los intercambios con las mismas personas, o llevar al mercado únicamente bienes con características fáciles de medir (donde los problemas de información asimétrica entre comprador y vendedor son menores). Las sociedades tribales o la economía de aldea en la Edad Media serían buenos ejemplos de ello. En ellas, los costes de transacción son bajos, pero dado que la especialización y la división del trabajo son rudimentarios, los costes de transformación son muy altos.
Una segunda forma han sido los
intercambios impersonales no garantizados por una tercera parte. Cuando los intercambios crecen en complejidad, las partes buscan reducir los costes de transacción (riesgo de oportunismo, fraude, etc.) mediante vínculos de parentesco, intercambio de rehenes, códigos de conducta comercial y otro tipo de lazos. Frecuentemente, el intercambio se realiza en un contexto de rituales complejos y de preceptos religiosos que deben obligar (idealmente) a las partes. Ejemplos de ello son las asociaciones comerciales de la Edad Media o los viajes
kula de los indígenas de las islas Trobriand. Aunque este sistema permite cierta extensión de los contratos en el espacio y el tiempo y, por tanto, promueve cierta división del trabajo y alguna disminución en los costes de transformación (aumento de la productividad), los intercambios siguen realizándose entre grupos localizados que sólo pueden obligarse mutuamente mediante el ostracismo, el arbitraje basado en el parentesco, la amenaza sobre los rehenes de la otra parte, etc. El coste de transacción sigue siendo elevado.
Finalmente, las economías desarrolladas se mueven en un contexto
intercambios impersonales garantizados por una tercera parte (o de cumplimiento obligatorio), donde el Estado vela por los derechos de propiedad, garantiza el cumplimiento de los contratos, persigue y castiga a los oportunistas, etc. Aunque este cumplimiento nunca es perfecto, permite llevar a cabo contratos más complejos que implican altos costes de transacción. Así, incentiva el ahorro y la inversión a largo plazo y los contratos diferidos en el tiempo y el espacio. Se desarrolla la división del trabajo, los costes de transformación disminuyen y la productividad del trabajo aumenta. Un ejemplo típico de esta forma de intercambio son las economías del Primer Mundo, donde toman parte individuos de culturas, religiones y características muy diferentes.
Sin embargo, la existencia de una tercera parte no es sinónimo de desarrollo económico. De hecho, el Estado es con frecuencia un obstáculo importante. La confiscación arbitraria de propiedades, la manipulación de la justicia o la inflación legislativa en respuesta a grupos de presión organizados inhiben el desarrollo de la economía, que tiende entonces a las dos primeras formas de intercambio. Así, los individuos se adaptan para minimizar los riesgos asociados con la información asimétrica, el oportunismo, etc. Ejemplos de ello son las economías del Tercer Mundo, o la evolución de la economía española entre los siglos XVI y XVII. El subdesarrollo es un resultado muy probable cuando el marco institucional promueve que los individuos inviertan en actividades no productivas (en especial, inversiones en influencia política para obtener rentas, redistribución a costa de otros individuos, etc.). Y los incentivos para tales inversiones no productivas aumentan conforme se expande la regulación estatal.
Por cierto, este esquema de Douglass C. North es complementario al de
Karl Polanyi, sobre el que hablaremos algún día.