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viernes, 4 de marzo de 2011

La familia y el grupo de parentesco


El precario tratamiento que di a la familia en Los celtas: una aproximación me ha alentado a profundizar un poquito más en el tema. Después de todo, la familia ha sido la unidad básica de producción, protección, justicia y culto a lo largo de la mayor parte de la historia, y merece un estudio sistemático antes de abordar formas de articulación social más complejas.

El fundamento biológico de la familia son los instintos de reproducción y supervivencia, estrechamente ligados entre sí. Por un lado, la transmisión de los genes de una generación a otra constituye una fuente primordial de motivación entre los organismos vivos. Por otro lado, los individuos buscan conservar y ampliar su propia salud y bienestar [1], ya que deben sobrevivir con una salud razonable hasta la edad de reproducción, y deben mantenerse sanos para ser capaces de alimentar y defender a sus vástasgos hasta que éstos puedan sobrevivir por sí mismos.

Los individuos saben quiénes son sus parientes cercanos y los alimentan, defienden y apoyan. El altruismo, la lealtad y la confianza tienden a ser superiores entre familiares cercanos, disminuyendo con los parientes lejanos hasta desaparecer totalmente (o casi) con los extraños. De ese modo, tiene lugar una suerte de selección familiar donde sobreviven y se expanden las organizaciones más eficaces; es decir, aquellas que han sido capaces de promover lazos de apoyo mutuo más fuertes entre sus miembros, lo que se traduce en unos medios de subsistencia (territorio de explotación) y reproducción (hembras y vástagos) más abundantes y fértiles.

Sobre esta base biológica debemos explicar las estructuras de las familia humana. A lo largo de la evolución, el género Homo no ha dejado de aumentar su coeficiente de encefalización, lo que nos da una capacidad de abstracción y simbolismo mucho mayor que el resto de primates, e incluso podemos codificar y descodificar información en un lenguaje articulado. Por consiguiente, los seres humanos somos capaces de formar grupos extraordinariamente flexibles, adaptando su tamaño y estructura a nuestras propias condiciones ambientales (a través de la cultura). Así, las familias que dependen de la caza de grandes animales migratorios tienden a integrarse en grupos más amplios, pues existen economías de escala en la cooperación interfamiliar a la hora de organizar las partidas de caza, mitigar los riesgos, etc. En cambio, donde los recursos (de caza o recolección, agricultura o ganadería) están más dispersos las familias tienden a explotar el territorio de forma independiente, pues son más eficientes las partidas en pequeños grupos, que conocen bien el territorio y/o tienen incentivos más fuertes en su explotación, al tiempo que minimizan la fricción entre familias. Esto da lugar a organizaciones familiares que, en función de las condiciones materiales, pueden ir desde la familia nuclear de los cazadores-recolectores simples (formada por 5-8 personas: hombre, mujer e hijos) hasta las grandes familias de linaje (formadas por decenas e incluso centenas de personas, descendientes teóricos de un antepasado común: con frecuencia, un conjunto de hermanos y primos con sus respectivas familias).

Conforme crecen la población y la presión sobre los recursos, los cazadores-recolectores tienden a tomar estrategias de amplio espectro, a practicar el almacenaje a gran escala, fijarse al territorio y, en última instancia, domesticar buena parte de las especies animales y vegetales necesarias para su subsistencia. Sin embargo, los lazos de solidaridad familiar, en lo esencial, se mantienen a lo largo de todo el Paleolítico, el Neolítico, la Edad de los Metales e incluso parte de la Antigüedad, sobreviviendo en algunos aspectos hasta la Revolución Industrial. Estos lazos se plasman en tres puntos:

1. Solidaridad económica. En las sociedades cazadoras-recolectoras, consiste en el reparto equitativo de los frutos de la caza y la recolección, lo que permite repartir los riesgos entre todo el grupo (p. ej., los cazadores circunstancialmente exitosos comparten su excedente con los menos afortunados, con la esperanza de obtener el mismo trato en caso contrario). En las sociedades agricultoras y ganaderas, además de mitigar el riesgo de malas cosechas y enfermedades del ganado (mediante, p. ej., favores recíprocos), la solidaridad económica toma la forma de un control corporativo sobre la tierra. Las familias excluyen a los extraños del uso de sus pastos y tierras de labor, que gestionan en común y que, por lo general, no pueden enajenar. Encontramos este tipo de organización entre los romanos arcaicos, los griegos de época homérica, los celtas y ciertas tribus de África y Sudamérica. Los señoríos medievales pertenecen a la misma clase.

2. Solidaridad normativa. Antes de la consolidación del Estado, la familia (ampliada o no) solía contar con normas y tradiciones internas de carácter oral y consuetudinario, lo que dio lugar a una serie de mecanismos como la presión de los iguales o el ostracismo para garantizar la aplicación de la ley. Incluso cuando las normas eran iguales para todas las familias de linaje, éstas eran responsables sobre sus miembros, y solían vengar a sus víctimas, castigar o defender a sus criminales y solicitar el arbitraje de terceros. Así, encontramos las mores maiorum de los romanos; la common law de los anglosajones; el derecho oral de los brithem celtas; o el requisito, en los tribunales de la Atenas clásica, de que fueran parientes de la víctima quienes denunciasen al agresor. También encontramos manifestaciones del mismo principio en muchas tribus contemporáneas de África, América y Oceanía, como los papúes kapauku de Nueva Guinea Occidental.

3. Solidaridad religiosa. Entre los hombres de Neanderthal, en el Paleolítico medio, ya parece advertirse la creencia en una vida de ultratumba, y sin duda era el grupo familiar quien corría a cargo de los ritos funerarios pertinentes (espolvoreado en ocre, etc.) para el tránsito hacia el más allá. Pero no será hasta la sedentarización cuando la solidaridad religiosa, basada en un culto común a los antepasados, tome forma definitiva. Esto se debe, entre otros, a la necesidad de legitimar simbólicamente la apropiación del territorio. Así, en el Neolítico de Siria-Palestina y Anatolia se da culto al cráneo de los antepasados, al tiempo que los difuntos se entierran bajo las viviendas. En Roma encontramos un culto gentilicio (es decir, de la gens) vinculado con los antepasados míticos, que convive con el culto doméstico a los Lares y los Penates, guardianes de la vivienda y de la prosperidad familiar. Por otro lado, entre los íberos se venera a los héroes, quizás en un sentido similar. Puesto que los linajes fundamentan su cohesión interna en los supuestos lazos de consanguinidad de sus miembros, necesitan reforzar periódicamente esta idea mediante el culto a un antepasado, con frecuencia mítico: este es el caso de Iulo, hijo del héroe troyano Eneas, de quien habría descendido toda la gens de los Julios.

Una vez constituida la organización familiar, de acuerdo a unas condiciones materiales concretas, es conveniente señalar cómo los vínculos de parentesco impregnan toda la estructura económica y política, así como las relaciones exteriores de los primeros Estados (cuyos ecos llegan hasta la disolución del Antiguo Régimen).

Por un lado, el control corporativo de la tierra, surgido por razones económicas y defensivas, termina obstaculizando la creación de un auténtico mercado inmobiliario; y cuando existe, adopta formas encubiertas. Así, los documentos nos muestran cómo los terratenientes mesopotámicos y leoneses (en la Antigüedad y la Edad Media, respectivamente) debían ser adoptados por las comunidades de aldea antes de poder hacerse con sus tierras.

Por otro lado, la necesidad de variedad genética impulsa a las familias a entablar amistad con otros grupos para garantizar la reproducción entre sus individuos. Y en estrecha relación con esta práctica, los primeros pasos hacia la integración política toman la forma de alianzas matrimoniales; se supone que la consanguinidad garantiza la lealtad de las dos partes. Como dicen Allen Johnson y Timothy Earle (2000), a propósito de las jefaturas incipientes:
De manera explícita, se concibe a la organización como basada en la familia, una organización parecida a una comunidad expandida en un cuerpo regional dirigente. Los jefes están emparentados los unos con los otros a través de la descendencia y del matrimonio, y la familia y los lazos personales permanecen en el centro de la operación política del cacicazgo.
Más adelante, cuando las alianzas coyunturales dejen paso a la formación de auténticos estados e imperios, éstos dependerán en buena medida de vínculos de parentesco para sostener sus jerarquías administrativas y militares; algo lógico, si pensamos que las órdenes y los ejércitos viajaban a ritmo muy lento. Así, en Egipto, el visir, los sumos sacerdotes y otros cargos suelen estar emparentados con el faraón; lo mismo que en el imperio hitita, donde los familiares del rey ocupan puestos clave de la corte, la administración y el ejército. Tres mil años después, todavía vemos a Felipe II encomendar el mando de la flota de Lepanto a su hermanastro don Juan de Austria; y esta práctica no era infrecuente entre los estados contemporáneos. El parentesco seguirá jugando un papel en las alianzas internacionales mucho después, como demuestra el Pacto de Familia entre los Habsburgo de Madrid y de Viena, durante la Guerra de los Treinta Años; o el Pacto de Familia entre los Borbones de España y Francia, durante el siglo XVIII, que pervivirá hasta la Restauración absolutista del XIX.

Todo esto ilustra a la perfección cómo un determinado rasgo cultural puede desarrollarse a partir de factores estrictamente biológicos, tomando complejidad hasta imbricarse en estucturas más sofisticadas que tienen poco que ver con su contexto original.


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[1]: Ludwig von Mises diría que, en términos praxeológicos, los individuos tratan sencillamente de pasar de estadios de menor a mayor satisfacción. Sin embargo, como el contenido de lo que reporta satisfacción a un individuo está sujeto a selección natural (y cultural), podemos priorizar aquí la búsqueda de salud y bienestar sobre cualquier otro factor.

viernes, 5 de noviembre de 2010

La redistribución como mecanismo de cohesión social

El estudio de los Estados de forma científica se ha visto entorpecido por la tendencia de los historiadores a centrarse en el tiempo corto, en las acciones de los reyes y los magistrados -fácilmente rastreables a través de las fuentes escritas-, antes que en los procesos subyacentes a tales acciones. Para rastrear estos últimos, como advertía Braudel, el historiador debe ser manejar varias ciencias humanas a la vez.

Los individuos que gobiernan los Estados tienen dos objetivos principales: 1) perpetuarse en el poder; y 2) garantizarse el mayor flujo de ingresos compatible con el primer objetivo.

Interesa resaltar que, como consecuencia de esto, los Estados tienen serios límites a su actuación, tanto en el interior como en el exterior; y que su tendencia a rebasar tales límites es una fuente constante de cambio social.

Sin embargo, a nivel interno, los Estados tratarán, en la medida de lo posible, de perpetuarse mediante la distribución de sus ingresos entre los súbditos, de forma que cada grupo social reciba una cantidad igual a su contribución marginal en el mantenimiento de la paz social [1] . Así, los grupos mejor organizados o con capacidad de movilizar a mayor número de individuos tenderán a a disfrutar de un flujo de ingresos mayor.

Esto explica el enorme esfuerzo de las monarquías absolutas por atraerse a los nobles (a quienes ofrecieron pensiones y cargos honoríficos), cuya función había cesado casi por completo pero cuyo consentimiento era necesario para garantizar la lealtad de sus amplias clientelas [2]. Igualmente, explica la aparición de leyes sobre trabajo infantil y femenino, sobre condiciones de trabajo o salario mínimo, que culminarían en el sindicalismo subvencionado del siglo XX. Sin embargo, en ambos casos, el Estado desnaturaliza a los grupos sociales que trata de comprar: los nobles, alejados de sus señoríos, se convirtieron en meros figurantes de la Corte real; el movimiento obrero, tentado en sus estratos más altos por el funcionariado y la subvención, perdió su radicalidad.

Así, mientras el Estado moderno tendió a privilegiar a nobles, comerciantes y banqueros, el Estado contemporáneo privilegia a la gran industria y a la banca, a los funcionarios, a los medios de comunicación y a los grandes sindicatos (en gran parte creados con sus propias subvenciones); y, en aquellos países donde tienen algún papel, a las iglesias. La democracia representativa puede complicar nuestra conclusión, pero gran parte de la explicación seguirá siendo la misma.

En este sentido, es curioso que la democracia ateniense tendiera a reestructurar los impuestos y subsidios para beneficio de los pequeños propietarios agrícolas y a costa de los terratenientes, que debían pagar las naves de guerra y los coros trágicos. Sin duda, la contribución marginal de los granjeros a la paz social había aumentado tras la "revolución hoplítica".

El evergetismo imperial de época romana también es un buen ejemplo del mismo fenómeno, puesto que la plebe urbana, desprovista de ocupaciones productivas a raíz de la afluencia de esclavos y la consiguiente ruina de la agricultura tradicional, no tenía otra función que aprobar el gobierno del emperador a cambio de juegos, pan, dinero y obras públicas.


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[1]: Por supuesto, la capacidad del Estado para percibir correctamente cuál es la contribución marginal de cada grupo depende de su estructura: así, el intercambio (tácito) de votos en la democracia ateniense permitía una asignación más o menos automática y eficiente, sobre todo en comparación con rivales contemporáneos como Esparta. La prueba de ello es que, mientras funcionaron las instituciones democráticas, Atenas fue un Estado mucho más poderoso y cohesionado que Esparta, cuyos ciudadanos-soldado (homoioi) no podían alejarse demasiado de la patria por miedo a la rebelión de los hilotas.

[2]: El peligro de una aristocracia descontenta se puso de manifiesto tras las terribles frondas nobiliarias del siglo XVII en Francia, que estuvieron a punto de frenar el avance del poder real.