domingo, 4 de octubre de 2009
La privatización del Imperio romano
Durante los últimos siglos de la Antigüedad, la escasez relativa de esclavos y la baja productividad del trabajo eran incapaces de proporcionar los recursos suficientes para sufragar las necesidades administrativas y militares del Imperio. Ante eso, los emperadores aumentaron la presión fiscal –en una época en que se desconocía la “ley de Laffer”-, al tiempo que promulgaban leyes para obligar a los magistrados a sufragar sus propios cargos, y a permanecer en ellos de por vida. Unido a las perennes devaluaciones de la moneda y al control de precios, la política imperial forzó la huida masiva de la gente a los campos y el declive del comercio. El sistema económico romano había quebrado.
En ese contexto, el centralizado Estado romano se resquebrajó, consumido por las guerras civiles y las revueltas, y en su lugar surgieron multitud de mecanismos e instituciones descentralizadas encargados de cumplir con sus mismas funciones en materias tales como la seguridad, la ley o el comercio. Aunque los defectos de este nuevo sistema darían lugar al feudalismo, la semilla del contrato y la propiedad privada permanecerían para siempre en el bagaje cultural de occidente, y muchos de sus logros no serían borrados hasta la aparición del absolutismo o de los Estados modernos.
A causa de la explotación fiscal y de la corrupción se restauró la vieja práctica republicana del patronazgo; los campesinos libres se adscribían a la clientela de los hombres poderosos –frecuentemente senadores o altos oficiales- a cambio de la supresión de sus deudas o impuestos. En contraprestación, los campesinos les entregaban diversos servicios, incluso parte de sus parcelas. Sin embargo, estas relaciones eran esencialmente contratos entre iguales que las dos partes podían abandonar en cualquier momento. Se mantuvieron en el tiempo porque ofrecían a los campesinos salidas atractivas (sobre todo de seguridad) frente a las autoridades estatales.
La clase senatorial, en decadencia durante el alto imperio, recupera en esta época un papel prominente a base de intermediar entre los particulares y el Estado, protegiendo a los primeros de los atropellos del segundo u ofreciéndoles cargos. Peligrosamente para Roma, cada vez más gente vivía fuera de los cauces del Estado.
Pero este sistema, al contrario de lo que podría pensarse, no derivó en el feudalismo hasta mucho más tarde, cuando Pipino el Breve intentó hacer indisolubles los contratos en 757, uniendo de por vida al vasallo con su señor; lo que luego fue ratificado por Carlomagno.
En el plano fiscal, los bárbaros intentaron mantener el sistema romano, pero los motines, la huida y el abandono de tierras por parte de la población, que tomaba los impuestos como un signo de servidumbre, lo hicieron inviable. La administración romana no sería restaurada hasta muchos siglos después, sobreviviendo a duras penas en territorios muy romanizados como Hispania o Bizancio.
Ante ese vacío de poder, la Iglesia, que había recibido las propiedades de los poderosos que se refugiaban en sus santuarios huyendo de las magistraturas, y que se había nutrido de clérigos gracias a la exención fiscal y militar, tomó el relevo de la administración romana en muchas de sus funciones. En el campo del bienestar y el orden público, la Iglesia de la Galia e Italia reservaba un cuarto de sus rentas para las viudas y los pobres; y se desarrollaron instituciones de caridad como hospitales para los enfermos, hospicios para los peregrinos y orfanatos para los niños huérfanos.
Los monjes, como dice acertadamente Michel Rouche (1988 [1982]: 116), se convirtieron en “protectores espirituales de los poderosos y en protectores materiales de los pobres”.
La lenta y burocrática justicia romana, sobrecargada de tareas en los siglos IV y V, permitió a la Iglesia que arbitrara en las causas menores si contaba con el consentimiento de las partes litigantes. Pronto el sistema se hizo muy popular gracias a la rapidez y corrección de los obispos. La competencia entre los servicios estatales y privados, permitida en muchos casos por el Estado para descargarse de gastos y tareas, favoreció siempre a los segundos y aceleró la quiebra de los vínculos de dependencia de los ciudadanos con la administración imperial. Los obispos practicaron el patronazgo, protegiendo a sus fieles de los abusos de los funcionarios públicos y albergando colonos en sus tierras, a quienes muchas veces interesaba más trabajar para la Iglesia que ser totalmente libres.
Al mismo tiempo, la necesidad militar del imperio obligó a Honorio y Arcadio a promulgar en 398 la Ley de Hospitalidad, que implicaba el reparto de entre uno y dos tercios de las tierras fronterizas entre los bárbaros, que se asentaban allí a cambio de defender el imperio. Lo más sorprendente es que estos bárbaros afincados en territorio romano mantenían, sin embargo, las leyes germánicas, quebrando el monopolio de la justicia y la violencia legítima del Estado –a pesar de que, en los conflictos entre bárbaros y romanos, primaba la ley romana. A partir de entonces, la tendencia hacia una ley policéntrica se acrecentaría más y más.
Junto con los ya comentados patronazgos, promovidos por senadores y obispos, surgieron clientelas armadas ligadas a jefes militares prestigiosos: los bucelarios, en la práctica más leales a estos jefes que al emperador. Con el tiempo se generalizarían hasta el punto de que Belisario, el gran general de Justiniano, llegaría a tener 7000 hypapistas (fieles) privados que luchaban junto a él; y los altos funcionarios, senadores, obispos y reyes bárbaros tomarían prestada esta misma costumbre. Las fuerzas armadas se privatizaban.
Una vez establecidos, los bárbaros trataron de imitar los códigos romanos: primero de Teodosio y, más tarde, de Justiniano, e incluso utilizaron el concepto de Estado romano, con su jerarquía de funcionarios asalariados.
Sin embargo, el derecho consuetudinario de celtas y germanos se mantuvo en gran medida. Entre los francos la ley era memorizada por especialistas llamados “rachimburgos”, a quienes se consultaba durante los litigios: los robos estaban penados con la horca, mientras las agresiones físicas se castigaban con una indemnización –el “oro de la sangre”, en función de la sangre vertida- a la víctima o su familia. Entre los celtas, las indemnizaciones por robo o agresión física se tasaban en función del valor del objeto o el honor de la persona agredida, y eran arbitradas por los druidas si lo solicitaba alguna de las partes.
Por otro lado, la ley era personal, tal y como describe Montesquieu: cada tribu o grupo de parentesco mantenía sus propias leyes con independencia del territorio que ocupase, permitiendo la convivencia entre las costumbres bárbaras y romanas –y entre las diversas leyes bárbaras entre sí-. Los conflictos entre individuos de distinta parentela se resolvían mediante arbitraje, pero el sistema fue decayendo conforme los poderes centrales (monarquías visigoda, merovingia, etc.) privilegiaban un sistema de leyes sobre otros.
En el ámbito económico, la propiedad privada se asienta definitivamente: durante el Bajo Imperio, las tierras, que en un principio pertenecían al Estado y solo en calidad de possessio a los particulares, se privatizan. En la misma dirección, una ley de 424 autoriza a que quienes cultiven durante treinta años una tierra estatal en desuso, pagando las rentas, se conviertan en propietarios.
La escasez de esclavos, la intervención de los precios finales y su escasa productividad llevó a los amos a entregarles parcelas de tierra: mansos, para atajar los problemas de sus explotaciones. En ocasiones esto fue acompañado de la liberación de esclavos, que sin embargo mantenían obligaciones con el antiguo propietario, como trabajos periódicos en sus dominios o el pago de tasas. Al mismo tiempo, la necesidad de protección, a largo plazo, arrojaría a los campesinos débiles o arruinados en manos de los patrones. (Más adelante las leyes de la Galia, Germania, Lombardía o Inglaterra regularán las obligaciones de los campesinos para con sus señores, dando pie a la aparición del feudalismo). La diferencia entre colonos libres y esclavos acabaría por difuminarse. Aunque la propiedad de los latifundios se mantuvo casi siempre en las mismas manos, la explotación a gran escala basada en el uso extensivo de esclavos fue reemplazada por la explotación intensiva y a pequeña escala de los colonos y los semilibres.
A pesar de todo, subsiste una clase de pequeños propietarios en los márgenes de las villae y en los territorios dispersos, que frecuentemente practican una agricultura móvil adaptada a un entorno agrícola agotado y a un contexto político inseguro, cobrando importancia el pastoreo y la recolección en los bosques. Las invasiones bárbaras refuerzan a esta clase de hombres, fácilmente asimilable con la base de la sociedad germánica, compuesta de guerreros libres que poseen pequeñas granjas cercadas con setos: son los llamados friligen entre los francos y los alamanes; ceorls entre los sajones o ahrimanni entre los lombardos, que frecuentemente también se responsabilizan colectivamente del servicio armado y de la justicia popular, y que tienen acceso a un amplio círculo de tierras aldeanas.
Parece que surgen así, paulatinamente, las comunidades campesinas, que el Estado romano ya había creado parcialmente durante el Bajo Imperio con la finalidad de responsabilizar a los pequeños propietarios del cobro de impuestos y el reclutamiento de soldados: son los llamados consortes. Más adelante surgen los vici, pequeñas agrupaciones de campesinos libres –alodiales- en los cruces de caminos, que con la llegada de los bárbaros tendrán derecho a la terra francorum: la propiedad común del pueblo franco. En toda Europa, las communia, o tierras de uso común, nacerán bajo el influjo de los germanos, la necesidad de roturar tierras o de fundar parroquias rurales, y serán reforzadas por las necesidades defensivas, de administrar justicia o de excluir a los foráneos. Los campesinos ocupan tierras abandonadas (saltus) o fuera de derecho (foresta), y se organizan para vigilar los rebaños, recolectar frutos y madera del bosque o defenderse de los saqueadores. Como dice Robert Fossier (1991: 87): “el hombre aislado de esta época sólo podía sobrevivir en ascesis eremítica; en otras condiciones su única posibilidad era la asociación. Lo que la cosa pública, la ley o la economía no podían brindarle, lo buscaba en la familia, la encomendación o el casamentum”.
Paradójicamente, el ineficiente modelo esclavista había sostenido un sofisticado sistema comercial de división internacional del trabajo que hoy tildaríamos de “moderno”, mientras el eficiente sistema de colonicae tuvo lugar en un contexto de policultivo y economía descentralizada que hoy asociamos al feudalismo.
Este sistema de división internacional del trabajo, que había sido forzado artificialmente por un sistema público de carreteras y, sobre todo, por el control estatal de gran parte de las manufacturas y de las corporaciones de armadores navales (navicularii), tocó a su fin, aunque según Henri Pirenne el comercio mediterráneo se mantendrá con alguna actividad hasta la expansión islámica del s. VIII.
En esta época los navicularii pasaron a manos privadas, pero continuaron dependiendo del Estado, que los controlaba y era su principal cliente. Aunque la administración exigía barcos de gran tonelaje para transportar el trigo –la carga media era de 150 toneladas-, los navicularii tendieron a burlar la regulación, prefiriendo barcos de 20 toneladas con los que podían pagar menos impuestos y obtener mayores beneficios. Los comerciantes sirios y judíos tomaron el relevo, en un sistema económico que se descentralizaba a todos los niveles (explotación de las parcelas, tonelaje de los barcos, longitud de las redes de distribución, etc.).
En cuanto al sistema monetario, los bárbaros habían evolucionado desde una economía de trueque a un sistema de cambio indirecto basado en joyas, anillos y pulseras de oro, que hacían de moneda. Más adelante, en los siglos VI y VII tendieron a imitar el patrón romano y bizantino, pero su emisión insuficiente e inadecuada de sueldos de oro tuvo efectos deflacionarios. Para paliarlo, tendieron a emitir unidades menores (tercios de sueldo), pero sus deficiencias incentivaron la creación, en ausencia de monopolio estatal, de cecas privadas en las que se emitían monedas con el nombre del emisor y que eran aceptadas como medio de cambio. Tuvo lugar lo que Hayek llamaría trece siglos más tarde la “desnacionalización del dinero”, aunque poco después los monarcas lo convirtieran en una prerrogativa real, conscientes de su importancia como método de financiación.
Conclusión
El Imperio romano cayó de forma desordenada y, por lo tanto, las respuestas para cubrir sus huecos fueron en gran medida improvisadas en el momento: reapareció la figura de los patronazgos republicanos y surgieron bandas privadas de militares; la Iglesia tomó el papel de árbitro judicial y órgano de bienestar social; una parte creciente de los habitantes y militares del imperio –los bárbaros- pasaron a regirse por leyes y tribunales diferentes, de carácter personal, revolucionando el sistema político; y las tierras, manufacturas y comercios, cuando continuaron existiendo, pasaron a manos de las élites del periodo anterior, aunque gestionados a menor escala.
El sistema social que surgió de aquella época turbulenta no fue diseñado conscientemente por sus actores, sino que estos, movidos por su propio interés, de forma separada y con el objetivo de saciar las necesidades de seguridad, paz o sustento que previamente había asegurado el Imperio, crearon de forma espontánea unos mecanismos que darían lugar a un orden completamente nuevo, diferente tanto del “modo de producción esclavista” como del “modo de producción feudal”, en términos marxistas.
El nuevo sistema era superior en aspectos tales como el colonato, el derecho y el comercio privados o el emergente sistema de libre moneda, pero estaba condenado: en el proceso de descomposición estatal, las antiguas élites (senadores, militares, etc.) supieron retener el poder en su favor, coaligados con los reyes bárbaros, y las guerras que asolaron Europa durante los siglos siguientes incentivaron la expansión de los Estados, permitiendo su dominio sobre las clases populares -campesinos y burgueses-, la economía y el derecho.
Cuando dices privatización de las tierras semi-estatales ¿También estas incluyendo las que las aldeas y municipios comunalizaban?
ResponderEliminarSaludos
@ Raskolhnikov:
ResponderEliminarGracias por el apunte, es una de las figuras más interesantes que surge en este periodo y, sinceramente, olvidé incluirla. Las comunidades campesinas surgen en parte de las agrupaciones fiscales romanas; en parte por asimilación de las costumbres bárbaras y, sobre todo, por necesidades de seguridad y dispersión del riesgo en un periodo de vacío de poder. A veces también surgen asociadas a la roturación de nuevas tierras y a la construcción de iglesias.
Supongo que a los comuneros simpatizantes no les hará mucha gracia el término "privatización", pero al menos sí son un ejemplo de descentralización en la propiedad y la gestión de la tierra (de hecho, mayor que los colonicae).
Te hablo de memoria, en unos días reviso el tema y cuelgo un párrafo sobre el tema. ;)
@ A. Chena:
Gracias!
Tendría que leer el libro, pero a priori diría que más que puntos de vista incompatibles, se trata de perspectivas diferentes.
Respecto al comercio, existen evidencias arqueológicas de que ciudades como Rávena, Marsella, Alejandría, Antioquía, Cartago o Constantinopla seguían bien omunicadas entre sí, y los sueldos de oro acuñados por los reyes francos a imitación de los romanos (o los bizantinos) circularon por todo el mediterráneo. Como digo, la división internacional del trabajo se redujo -algo que no necesariamente comporta una pérdida de eficiencia- y, por lo tanto, el volumen del comercio; pero siguió activo hasta la expansión árabe en los ss. VII y VIII.
La influencia del cristianismo fue más consecuencia que causa del declive del comercio: p. ej, los clérigos endurecieron su crítica de la usura cuando la inseguridad jurídica y la escasez de capitales elevaron el interés. Además, en ese punto me parece difícil justificar el pujante capitalismo de la Italia bajomedieval, que era católica.
Respecto a la política monetaria concuerdo con Escohotado; Mises, de hecho, creía que la caida del Imperio se debió únicamente a la conjunción de políticas inflacionarias y el control de precios. En mi opinión, esos dos factores junto con la no afluencia de esclavos sí tuvo un papel importante. Es un tema que me gustaría tratar en el futuro.
También es cierto que el Imperio ordenó que los oficios pasasen de padres a hijos, e incluso adscribió a los colonos -nominalmente libres- a la tierra por motivos de comodidad fiscal, pero conforme la administración se derrumbaba fue imposible hacerlo cumplir (piensa en rebeliones que sacudieron la Galia e Hispania como las bagaudas, que tardaron muchos años en ser efectivamente sofocadas). En general, los contratos voluntarios de patronazgo fueron un hecho; de lo contrario no se explica por qué Pipino y Carlomagno promulgan leyes contra la disolución de los contratos -a veces existían tierras en la frontera por roturar, algo especialmente cierto en la reconquista hispana.
El debate sobre el paso del Imperio Tardío a los reinos cristianos de la Alta Edad Media me parece apasionante; también me gustaría tratarlo en un futuro post. :)
Un saludo.
Como sabrás, Víctor, no entiendo mucho de economía, por lo que mis conocimientos respecto al tema son bastante limitados, pero ya que tratáis el tema de la caída del Imperio Romano, me gustaría hacer un pequeño inciso sobre el papel del comercio tanto en el proceso de la caída como en el desarrollo del Imperio. Perdona si mi exposición presenta errores o si incluso lo trato de una forma equivocada, y si es así me gustaría que me lo digeras y que me apuntaras mis fallos :). A ver si poco a poco voy aprendiendo algo jaja. Por cierto, dividiré el comentario en dos, que no me deja en uno sólo porque ocupa demasiado especio. En fin, he aquí:
ResponderEliminarBibliografía: Historia Económica de la Europa Medieval, de Norman J. G. Pounds.
Se suele pensar que la decadencia del Imperio Romano tiene como principal motivo la destrucción del comercio, el elemento que mantenía unidas y en contacto las distintas y alejadas regiones de Roma, unión vertebrada por la extensa red de caminos que conectaba todas las importantes urbes y que incluso llegaban hasta la misma ciudad de Roma. Una importante proliferación de la construcción de caminos, la existencia de ríos navegables y la inestimable presencia del Mar Mediterráneo permitían el contacto comercial en el interior del Imperio. Sin embargo, según Pounds, “el volumen del comercio, en relación al tamaño, variedad y población del Imperio, era bastante reducido, y el tráfico de productos muy caro. La economía de subsistencia que predominaba en gran parte del Imperio no podía generar un gran volumen de comercio” pag. 38.
Aquella impresionante infraestructura de caminos, construida por y para el ejército, era también utilizada por los mercaderes, a veces previo pago de un peaje. Así, las tasas impuestas para el vehículo y el transporte de la mercancía hacían que la mercancía aumentara considerablemente de precio, por lo que, por ejemplo, el transporte de granos era inviable por medio terrestre, recurriéndose la mayoría de los casos a la vía marítima. [Si ponemos un ejemplo para este caso, en época de Diocleciano (244-311 d.C.) se tributaba 20 denarios por milla por un carro de media tonelada; 8 por milla por un camello; y 4 por asno, por lo que un viaje de 300 millas resultaría inviable económicamente en el caso del transporte de trigo] Por ello, siempre que era posible se utilizaba la vía marítima o fluvial. El problema recaía en que no existía una gran cantidad de ríos navegables, por lo que eran de gran importancia, como el Rin, Danubio, Nilo, Ródano, etc. Y aún así, el comercio marítimo no era tan abrumador como se piensa. Sólo durante los cuatro meses de verano era segura la navegación. Además, la mayoría de los barcos eran pequeños –que no superaban las 200 toneladas-, y casi exclusivamente los dirigidos a Roma para suplir la necesidad de trigo ostentaban una gran capacidad de carga.
Los productos importados por vía marítima eran, mayoritariamente, objetos de poco valor, como productos alimenticios (trigo, aceite, vino, etc.), aunque a veces también se recurría a éste método para pequeñas cantidades de materiales de construcción –por ejemplo, mármoles muy valorados-, artículos de alta calidad como especias, tejidos u objetos de metal. Sin embargo, los productos de mayor precio podían verse, sin complicaciones, afectados por el caro recargo del transporte terrestre, como la cerámica, el vidrio o las lanas de alta calidad.
ResponderEliminarLa mayoría de las actividades que se realizaban en el Imperio recaía sobre los artesanos libres, que fabricaban productos para la región circundante, estableciendo un comercio local -en contraposición al comercio generado por las únicas industrias artesanas a gran escala que conocemos, las fábricas de uniformes y armas para el ejército-. Algunos poseían un esclavo o aprendiz y trabajaban a una escala muy reducida. En las ciudades más grandes los artesanos con ocupaciones similares se organizaban en gremios, desarrollando una gran especialización –que como Jenofonte, en el siglo IV a.C., describía, un solo oficio, o incluso, a menudo, menos que un oficio completo, servía para mantener a un artesano. Es decir, que la especialización llegó a tal nivel que incluso un artesano, dentro del gremio de zapateros, se encargaba de hacer zapatos para hombres, otro para mujeres, otro de coserlos, otro de cortarlos… hasta que se juntaban todas las partes- cuya ocupación se convirtió en hereditaria en el siglo II. Sin embargo, en las ciudades pequeñas ocurría lo contrario: un artesano se podía ocupar de una miríada de trabajos, como construir sillas, puertas, arados, etc. Éste último era el caso que más se daba en el Imperio Romano, ya que la mayoría de las ciudades eran de un tamaño reducido.
No existía, prácticamente, ningún tipo de especialización regional. Cada región era prácticamente autosuficiente, y el insignificante comercio interregional quedaba restringido a unos cuantos productos de calidad. Aunque existían regiones especialmente valiosas por sus vinos, aceites, trigos o tejidos, el comercio que desarrollaban –que era en realidad unidireccional, no recíproco- estaba estrictamente destinado a la capital del Imperio, y el escaso comercio interregional que se daba, estaba constituido por mercancías de lujo, tales como paños.
Según Pounds, la mayoría de los campesinos, que constituían a su vez la mayor parte de la población, no llegaron a poseer ni utilizar ningún utensilio que no hubiese sido fabricado en la misma región.
Es decir, que a lo sumo, el comercio que se supone vertebraba al Imperio y lo mantenía unido, no era de las proporciones que imaginábamos. Cada región era relativamente autosuficiente, produciendo ella misma lo que necesitaba a grandes rasgos, relegando el comercio interregional a un nivel de menor impacto social, como el concerniente a las clases ricas y acomodadas que podían permitirse comerciar con mercancías de gran valor. Las tasas impuestas para el transporte terrestre impedían, en gran medida, el comercio a gran escala con las zonas interiores, alejadas del influjo del mar o de las rutas fluviales. Además, las rutas marítimas que se suponen de gran importancia –como las tocantes a productos alimenticios- eran casi exclusivamente monopolio de Roma, que lejos de ser un comercio de importación y exportación, era de una sola dirección, destinado a abastecer a la multitud de bocas hambrientas de la metrópolis romana. Y ya, si entramos dentro del marco de la industria artesana, era ésta, en su mayoría, de carácter local, que no aspiraba a la exportación en masa de sus productos, sino a abastecer las necesidades de la población local.
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ResponderEliminarHola Pablo :)
ResponderEliminarGracias por las citas. Creo que se trata de una cuestión de grado: las provincias del Imperio sí solían tener algún grado de especialización (salazones y aceite hispanos; vino galo, etc.), la cerámica de los grandes centros se distribuía en regiones relativamente amplias -en parte promovido por los privilegios a los comerciantes de la anona- y la moneda aparece no solo a lo largo de todo el Imperio, sino también fuera de él para hacer los pagos de la ruta de la seda oriental o el ambar báltico.
Es verdad que, como dices, el comercio no tuvo grandes dimensiones, en el sentido de que la mayor parte de los productos seguían siendo producidos y consumidos a nivel local o regional. Pero respecto a los periodos previos y posteriores, el Alto Imperio sí tuvo un grado de división internacional de trabajo y comercio a larga distancia comparativamente muy desarrollados (algo que, por cierto, no es intrínsecamente bueno -sobre todo si está promovido artificialmente por el Estado- y que hizo muy rígida y vulnerable la economía romana).
Un saludo
Oye, yo quiero más artículos, currátelo un poco Víctor.
ResponderEliminarTengo varios en mente (e incluso en borrador), pero hasta que no termine exámenes habrá que esperar (:
ResponderEliminarEl juego, como singular manifestación cultural de los pueblos, es parte importante en la medida que se deriva de ser un recurso vital para el desarrollo integral del ser humano desde la infancia y a todo lo largo de su existencia. https://noticiasdelloretdemar.es/carta-de-recomendacion-vecinal/
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