El estudio de los Estados de forma científica se ha visto entorpecido por la tendencia de los historiadores a centrarse en el tiempo corto, en las acciones de los reyes y los magistrados -fácilmente rastreables a través de las fuentes escritas-, antes que en los procesos subyacentes a tales acciones. Para rastrear estos últimos, como advertía Braudel, el historiador debe ser manejar varias ciencias humanas a la vez.
Los individuos que gobiernan los Estados tienen dos objetivos principales: 1) perpetuarse en el poder; y 2) garantizarse el mayor flujo de ingresos compatible con el primer objetivo.
Interesa resaltar que, como consecuencia de esto, los Estados tienen serios límites a su actuación, tanto en el interior como en el exterior; y que su tendencia a rebasar tales límites es una fuente constante de cambio social.
Sin embargo, a nivel interno, los Estados tratarán, en la medida de lo posible, de perpetuarse mediante la distribución de sus ingresos entre los súbditos, de forma que cada grupo social reciba una cantidad igual a su contribución marginal en el mantenimiento de la paz social [1] . Así, los grupos mejor organizados o con capacidad de movilizar a mayor número de individuos tenderán a a disfrutar de un flujo de ingresos mayor.
Esto explica el enorme esfuerzo de las monarquías absolutas por atraerse a los nobles (a quienes ofrecieron pensiones y cargos honoríficos), cuya función había cesado casi por completo pero cuyo consentimiento era necesario para garantizar la lealtad de sus amplias clientelas [2]. Igualmente, explica la aparición de leyes sobre trabajo infantil y femenino, sobre condiciones de trabajo o salario mínimo, que culminarían en el sindicalismo subvencionado del siglo XX. Sin embargo, en ambos casos, el Estado desnaturaliza a los grupos sociales que trata de comprar: los nobles, alejados de sus señoríos, se convirtieron en meros figurantes de la Corte real; el movimiento obrero, tentado en sus estratos más altos por el funcionariado y la subvención, perdió su radicalidad.
Así, mientras el Estado moderno tendió a privilegiar a nobles, comerciantes y banqueros, el Estado contemporáneo privilegia a la gran industria y a la banca, a los funcionarios, a los medios de comunicación y a los grandes sindicatos (en gran parte creados con sus propias subvenciones); y, en aquellos países donde tienen algún papel, a las iglesias. La democracia representativa puede complicar nuestra conclusión, pero gran parte de la explicación seguirá siendo la misma.
En este sentido, es curioso que la democracia ateniense tendiera a reestructurar los impuestos y subsidios para beneficio de los pequeños propietarios agrícolas y a costa de los terratenientes, que debían pagar las naves de guerra y los coros trágicos. Sin duda, la contribución marginal de los granjeros a la paz social había aumentado tras la "revolución hoplítica".
El evergetismo imperial de época romana también es un buen ejemplo del mismo fenómeno, puesto que la plebe urbana, desprovista de ocupaciones productivas a raíz de la afluencia de esclavos y la consiguiente ruina de la agricultura tradicional, no tenía otra función que aprobar el gobierno del emperador a cambio de juegos, pan, dinero y obras públicas.
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[1]: Por supuesto, la capacidad del Estado para percibir correctamente cuál es la contribución marginal de cada grupo depende de su estructura: así, el intercambio (tácito) de votos en la democracia ateniense permitía una asignación más o menos automática y eficiente, sobre todo en comparación con rivales contemporáneos como Esparta. La prueba de ello es que, mientras funcionaron las instituciones democráticas, Atenas fue un Estado mucho más poderoso y cohesionado que Esparta, cuyos ciudadanos-soldado (homoioi) no podían alejarse demasiado de la patria por miedo a la rebelión de los hilotas.
[2]: El peligro de una aristocracia descontenta se puso de manifiesto tras las terribles frondas nobiliarias del siglo XVII en Francia, que estuvieron a punto de frenar el avance del poder real.